— ¿Dónde está ella? —interpelé con un exiguo aire en los pulmones, la respiración intermitente tal como un atleta al final del decatlón.
Las pupilas brillantes de la familia me apuntaban en la diana de mi mirada espolada.
Denise se puso de pie y caminó como siempre con esa finura solo digna de ella, me tomó por los hombros y me observó con los rasgos faciales contraídos.
—Nos llamaron de un convento situado a las afueras de la cuidad, ahí esta ella —explicó, pero no logró aclarar del todo mis dudas.
—Pero… ¿Por qué está ahí? ¿Cómo está? ¿Cómo se encuentra? ¿En qué estado? —lancé miles de preguntas balanceando la mente de Denise, que llegó a bloquearse por segundos.
—No lo sabemos, lamento no poder contestar tus preguntas, pero la información que nos dieron fue muy breve, solo sabemos la dirección, así que…
—Vamos ahora mismo —repliqué con una daga clavada al pecho […] Y así fue todo el camino, mi oprimir engrandecía, solo que las razones eran ignotas, podrían ser demasiadas, por ejemplo, felicidad, desasosiego, tristeza, dolor, presentimientos… pero la certeza de cual era la verdadera no existía.
Bajé del auto una vez que se estacionó frente al convento primoroso, podía percatarme de eso a pesar de mi estado, el edificio tenía varios años en función a juzgar por su estructura. Los andadores eran infinitos, y después de recorrerlos, al fondo se encontraba la oficina principal.
— ¿Qué pasa con mi madre? —exigí de manera maleducada por la razón de haber ingresado a la habitación azotando la puerta y alzando la voz a una persona desconocida que me miró con recato y regañina.
—Primeramente, debió haber tocado a la puerta —recriminó una mujer de antigüedad con pliegues en toda su piel y principalmente distinguidos en las sienes, vestida en un hábito, todo indicaba que esta era «la madre superior».
Me encogí de hombros apenada, pero ella debía de comprender mis acciones, estaba preocupada y ahora había pasado lo que tanto esperé con avidez, lo que por un tiempo me robó una porción máxima de beatitud, lo que tanto imploré a Dios y a una estrella, ¿Cómo es que debía comportarme después de eso?
—Perdón, pero no la he visto desde hace tiempo y…
—Entiendo, su madre se encuentra en la habitación treinta y seis, en el cuarto corredor a la derecha, pero debo que…
Ignoré las palabras de la casta mujer, podrían haber sido importantes, pero salí en popa encauzándome a dicha habitación, mi torpor me rezagó, y las millones de suposiciones, preocupaciones, impresiones, y presentimientos —los más destacados— mosconeaban mi mente.
Chequeaba cada corredor esperanzada a encontrar a mi madre, con una sonrisa, con los brazos abiertos para con ellos refugiarme en su amor maternal del que me compungía el haberle dilapidado en versátiles coyunturas. Pero… así solemos ser los adolescentes, sabemos que en el fondo amamos a nuestros padres, pero nos avergüenza el demostrarles nuestro afecto ya sea solos o acompañados y mucho peor si es frente a nuestros amigos.
Cerca de quince minutos me tomó el visualizar la puerta con el letrero no. Treinta y seis.
Pero las casualidades siempre van de la mano en la vida, y antes de que pudiera versar la manija, el clamor de Joseph vocalizó mi nombre, provocándome un saltito de susto.
—No hagas eso, me espantaste —le reclamé examinando su lindo rostro, que hasta con las expresiones abrumadas se embellecía… ¿Abrumado? ¿De qué? —. ¿Porqué tienes esa cara? Parece como si hubieras visto a un fantasma, bueno… entiendo que el edificio es “algo” anticuado, y que en toda tu existencia vas a escuchar que en los conventos se aparecen, monjes y…
— (Tn) —interfirió—. No es eso, sino que…
—Sino ¿Qué? —me crucé de brazos enarcando una ceja.
Titubeó, y eso era el síntoma más obvio de que algo me ocultaba.
—Que… tú no puedes entrar ahí.
— ¿Por qué? —inquirí ambiciosa, ¿Podría tener yo razón? ¿Algo malo estaba por venir?
Las pupilas brillantes de la familia me apuntaban en la diana de mi mirada espolada.
Denise se puso de pie y caminó como siempre con esa finura solo digna de ella, me tomó por los hombros y me observó con los rasgos faciales contraídos.
—Nos llamaron de un convento situado a las afueras de la cuidad, ahí esta ella —explicó, pero no logró aclarar del todo mis dudas.
—Pero… ¿Por qué está ahí? ¿Cómo está? ¿Cómo se encuentra? ¿En qué estado? —lancé miles de preguntas balanceando la mente de Denise, que llegó a bloquearse por segundos.
—No lo sabemos, lamento no poder contestar tus preguntas, pero la información que nos dieron fue muy breve, solo sabemos la dirección, así que…
—Vamos ahora mismo —repliqué con una daga clavada al pecho […] Y así fue todo el camino, mi oprimir engrandecía, solo que las razones eran ignotas, podrían ser demasiadas, por ejemplo, felicidad, desasosiego, tristeza, dolor, presentimientos… pero la certeza de cual era la verdadera no existía.
Bajé del auto una vez que se estacionó frente al convento primoroso, podía percatarme de eso a pesar de mi estado, el edificio tenía varios años en función a juzgar por su estructura. Los andadores eran infinitos, y después de recorrerlos, al fondo se encontraba la oficina principal.
— ¿Qué pasa con mi madre? —exigí de manera maleducada por la razón de haber ingresado a la habitación azotando la puerta y alzando la voz a una persona desconocida que me miró con recato y regañina.
—Primeramente, debió haber tocado a la puerta —recriminó una mujer de antigüedad con pliegues en toda su piel y principalmente distinguidos en las sienes, vestida en un hábito, todo indicaba que esta era «la madre superior».
Me encogí de hombros apenada, pero ella debía de comprender mis acciones, estaba preocupada y ahora había pasado lo que tanto esperé con avidez, lo que por un tiempo me robó una porción máxima de beatitud, lo que tanto imploré a Dios y a una estrella, ¿Cómo es que debía comportarme después de eso?
—Perdón, pero no la he visto desde hace tiempo y…
—Entiendo, su madre se encuentra en la habitación treinta y seis, en el cuarto corredor a la derecha, pero debo que…
Ignoré las palabras de la casta mujer, podrían haber sido importantes, pero salí en popa encauzándome a dicha habitación, mi torpor me rezagó, y las millones de suposiciones, preocupaciones, impresiones, y presentimientos —los más destacados— mosconeaban mi mente.
Chequeaba cada corredor esperanzada a encontrar a mi madre, con una sonrisa, con los brazos abiertos para con ellos refugiarme en su amor maternal del que me compungía el haberle dilapidado en versátiles coyunturas. Pero… así solemos ser los adolescentes, sabemos que en el fondo amamos a nuestros padres, pero nos avergüenza el demostrarles nuestro afecto ya sea solos o acompañados y mucho peor si es frente a nuestros amigos.
Cerca de quince minutos me tomó el visualizar la puerta con el letrero no. Treinta y seis.
Pero las casualidades siempre van de la mano en la vida, y antes de que pudiera versar la manija, el clamor de Joseph vocalizó mi nombre, provocándome un saltito de susto.
—No hagas eso, me espantaste —le reclamé examinando su lindo rostro, que hasta con las expresiones abrumadas se embellecía… ¿Abrumado? ¿De qué? —. ¿Porqué tienes esa cara? Parece como si hubieras visto a un fantasma, bueno… entiendo que el edificio es “algo” anticuado, y que en toda tu existencia vas a escuchar que en los conventos se aparecen, monjes y…
— (Tn) —interfirió—. No es eso, sino que…
—Sino ¿Qué? —me crucé de brazos enarcando una ceja.
Titubeó, y eso era el síntoma más obvio de que algo me ocultaba.
—Que… tú no puedes entrar ahí.
— ¿Por qué? —inquirí ambiciosa, ¿Podría tener yo razón? ¿Algo malo estaba por venir?